Sara Gallardo, nacida en cuna de patricia --descendiente de Bartolomé Mitre, del Gallardo historiador y del Gallardo ministro de Salud, y también de los Drago (una estirpe que nombra estaciones de subte, trenes y calles)-- eligió un destino poco dorado. Ser escritor es difícil, y ciertamente poco rentable, salvo contadas excepciones. Claro que puede pagarse con la bohemia, con la expectativa de ser un intelectual que influya en el pensamiento de su época o con las mieles del reconocimiento de los pares, los críticos y, por qué no, las generaciones futuras. Pero ser escritora es menos rentable todavía y ciertamente menos glamoroso. No hay en la memoria de las imágenes unas jóvenes que se emborrachan en un bar, discuten a muerte sobre arte, política y filosofía, y que después, tambaleándose, recorren ruidosamente las calles vacías de una ciudad que todavía duerme. Sara tenía un destino de estanciera o señora de su casa, pero fue nómade, viajera compulsiva, madre de cinco hijos (una que murió muy chiquita), columnista del diario de la familia (La Nación) y, sobre todas las cosas, escritora. Una escritora única. No única entre las mujeres que escriben, no. Una escritora única entre quienes escribieron en su generación y las que vinieron después. Su primera novela, Enero, fue publicada en 1958 y a partir de ahí, hasta su muerte tan temprana a los 57 años, no se detuvo. No fue ni del boom latinoamericano, no del neorrealismo argentino, ni de la literatura comprometida, ni de las vanguardias tardías. Fue, insisto única.
A veces hago preguntas tontas. Preguntas que parecen retóricas, pero no lo son, son puro asombro, estupor, incredulidad. Preguntas como por ejemplo ¿por qué Sara Gallardo no representa a nuestra literatura en el mundo entero? ¿por qué no está en el mismo anaquel que Borges, Cortázar, Walsh, Puig, Saer, Sabato? Sí, ya sé, Sara es mujer, fue mujer. Pero no lo puedo creer.
Su primera novela es la voz de una muchachita de dieciséis años que queda embarazada cuando un paisano borracho en un casamiento la viola. Una muchacha que está enamorada, enamorada como la adolescente que es, con un amor que se alimenta de ir al patio, muerta de frío, para ver cómo, lejos, muy lejos, se enciende la primera luz del tambo donde trabaja ese a quien ella ama en silencio. Enero empieza con estas palabras y con esta imagen poderosa, tremenda: “Hablan de la cosecha y no saben que para entonces ya no habrá remedio --piensa Nefer--; todos los que están aquí, y muchos más, van a saberlo, y nadie dejará de hablar”. La angustia le nubla los ojos y lentamente dobla su cabeza, mientras con la mano arrea modestos rebaños de miguitas por el hule gastado de la mesa".
También escribió en Los galgos, los galgos, una novela fantástica en la que se toma en solfa a los estancieros de la Pampa húmeda de la patria: “Conocimos el suelo gris, falsamente hospitalario, que se extiende bajo ellos y la sombra entreverada con puntos de luz en su ambiente. Conocimos sobre todo esos troncos retorcidos pero dignos que sostienen ramazones tan despeinadas, hostiles, absurdas como la conducta de un salvaje, aunque en primavera se endulcen con el dorado casi invisible de los brotes. Con el tiempo serían viejos amigos. Ese día nos sorprendieron.”
Podría ceder a la tentación de citar bellezas de todos sus libros, pero lo que quiero decir es otra cosa. Quiero decir que el goce estético cuando se la lee es enorme, pero no por eso es única. Hay otras, hay otros con los que se puede sentir esa alegría de leer un libro bien escrito. Pero no hay muchos que hayan doblado la lengua hasta hacerla propia, hasta hacerla decir desde el carozo de una esencia lo que no había sido antes.
Eisenjuaz es un artefacto como podría ser Zama, de Antonio Di Benedetto. Un escritor muy poco reconocido también, que padeció la dictadura en la cárcel mendocina, se exilió y volvió para morir un poco de un cuerpo maltratado y mucho de tristeza. Pero al menos Antonio fue rescatado por Saer. En fin, Eisenjuaz podría ser la otra cara de la moneda de Zama, porque ahí donde Di Benedetto inventa una lengua para un funcionario del virreinato, ella produce la lengua de un hombre que es del pueblo de los wichis pero ha sido atrapado de niño en las redes de los gringos misioneros que le han implantado la idea de un dios único y todo poderoso. Una idea que ha ingresado hasta el hueso pero que no ha desplazado a las ideas que su madre, su pueblo, sus ancestros, le habían enseñado antes. Sara Gallardo, como buena periodista de crónicas de viajes que fue, escuchó durante unas horas, una tarde entre un tren y otro, al bachero de la cocina del hotel donde se alojaba. Lo escuchó y con el hilo de esa cadencia, de esa sintaxis de quien habla el español como segunda lengua, enseñado por unos curas noruegos e ingleses y unos patrones criollos, tejió el idioma de la colonización bordada en la carne de los colonizados. Lisandro Vega, Eisenjuaz, Ese También, es un hombre cuyo destino era el de ser jefe de su pueblo, porque había nacido en la estirpe de los caciques, pero que se sintió llamado por el Señor, que le encomendó la misión de recibir a alguien y protegerlo. Los “mensajeros” se le aparecen y le avisan la distancia de ese alguien, que aparece en la forma de un blanco enfermo, soberbio, mal hablado, ingrato, arribista y malo. Pero él lo cuida, lo limpia, comparte lo ínfimo de una existencia paupérrima, dejada de la mano de ese Dios que se comunica con él a través del río, de las plantas, de la tigra que lo acecha, de las bandadas de pájaros que pasan graznando mensajes.
Allá en Embarcación, donde sucede la trama de esta novela, el río Bermejo se desborda y se lleva puesto todo a su paso:“Pero me frío. El más grande que el pensamiento piense, y nadie no recordó uno igual. De los paisanos murieron cantidades, enfermos, débiles como andan, y más que nada chicos, viejos, y de aquellos muchos con el aliento roto en el pecho. Murieron blancos, y cómo no. Se helaron las frutas todas de las quintas de los gringos: frutillas y de toda clase de frutas, y la verdura que hay tanta por el campo de allí. Los camiones no tenían qué llevar, si no es leña y cuero mal cuereado al animal que murió enfermo. Ni el colla qué recoger. Y murieron helados por el frío muchos animales del chaqueño. Tanto árbol se volvió negro y no renació. El ganado no supo qué comer. La tierra como piedra. La caña se perdió. Y de tanta tristeza solamente el turco andaba alegre, vendiendo abrigo, ropa, estufas. La leña se hizo cara lo mismo que el carbón, y con el hacha no me faltó trabajo.”
Citar un párrafo es inútil y probablemente un poco sacrílego, porque es un libro que es una pieza y no se puede entender de a pedacitos. Pero lo hago de todos modos, porque en este tiempo en el que es posible que un sinvergüenza, como dijo Sasturain, inaugure la Feria del Libro solazándose en los detalles de cómo nos va a aplastar con el rodillo de su topadora, qué bien nos vendría que en todo ese papel que le quitamos a los bosques y que estará expuesto en los stands de salones que se llaman Martínez De Hoz, hubiera lenguas retorcidas, esquivas, incómodas, de esas que las editoriales grandes rechazan porque “los lectores quieren buenas historias bien contadas y que tengan temas actuales”. Qué lindo sería que el arte ataque y destroce todo y nos devuelva la vergüenza --como dijo Sasturain--. Pero también la vergüenza de no estar a la altura de un tiempo que nos pide dejar de hacer periodismo de cosas que no pasaron y tener el coraje de inventar la lengua que cuente la esencia brutal de este tiempo rapaz.