TenÃa en mis manos un hermoso original de Ticonderoga, pero no podÃa leerlo. PreferÃa hacerlo con las filminas. Era una por cada página y las tenÃa que trabajar con luz abajo. Con esa transparencia previa a la impresión, para mÃ, era más fácil seguir la lectura. Los originales de Pratt eran para quedarse cuadro por cuadro, con esas bellÃsimas aguadas de tinta, y encima páginas enormes. Encima estaban todas recortadas y pegadas con cemento de Villalba, por algún rearmado que habÃa sufrido en el camino. Cuando llegaron a la Editorial Record, se mandaron a hacer las pelÃculas, reducidas al tamaño de la revista que las iba a publicar.
Pif Paf. Ahà yo la leÃa, sin interrupciones, y luego me abocaba a limpiar los reverberos, con yilé o cúter o raspÃn, sobre las emulsiones. Un trabajo de mucha paciencia. O algún retoque, seguir con pluma o rotring la lÃnea del gran Hugo hasta el filete del cuadrito. Y, a veces, enhebrar el tÃtulo con letraset cuando este espacio llegaba ausente. Ticonderoga. Qué gran historieta. De finales de los años cincuenta. El guión de Oesterheld. Héctor Germán Oesterheld.
Para el verano de 1977, Oesterheld empezó a venir esporádicamente a trabajar a la editorial. Después empezó a venir casi todos los dÃas.
La editorial ocupaba un piso entero en la avenida más ancha, divididas las oficinas en la parte más extensa, que daba hacia la calle y donde yo trabajaba, y la parte de atrás, depósito, coordinación gráfica y administración. En el medio, la conexión era un pasillo estrecho, donde Ãbamos al baño de mujer y de varón, y una pequeña kitchenette. Oesterheld laburaba atrás. Su ceremonia era curiosa: redactaba sus guiones rápidamente como un taquÃgrafo, con esos signos raros, luego los leÃa en voz alta a un grabador de cinta, y una secretaria los desgrababa y transcribÃa a máquina. Una vez que ella tenÃa una hoja, o dos, el Viejo los leÃa y retocaba.
Todo era muy rápido. Asà producÃa el Oesterheld al que yo, a veces, mudo, me acercaba.
Otoño del ’77. Un mediodÃa me acerqué a su escritorio con un libro de la colección Salvat, tapa dura, a todo color, hermoso y caro, que habÃa comprado en el Parque Lezica. Un huevo me habÃa costado. Yo lo veÃa muy ceniciento y barbudo, triste, con la voz apagada, laborioso, pero en otra, a Oesterheld. En la editorial nadie le daba bola, no se le acercaban. El entraba por la puerta de atrás y su recorrido se limitaba al pasillo: el baño y la cafetera. Pero yo iba, lo saludaba, le ofrecÃa un café, y ese dÃa le mostré el libro: Literatura Dibujada. Se sintió atraÃdo, dejó de trabajar un buen rato y yo aproveché para mirar junto con él las figuritas que recorrÃan la historia de la historieta. Hablamos de la guerra, de Hora Cero, de sus dibujantes, de lo que yo querÃa hacer. Lo percibà más animado. Y cuando apuré los trámites para volver a mi tablero, al escuchar el juego de llaves de mi jefe de arte al salir del ascensor, el viejo me pidió prestado el libro. Claro, dije. Y me obsequió una Rodhesia.
Una cosa que me llamaba la atención era el reguero de tierra seca que dejaba en el pasillo. Se desprendÃa de sus borceguÃes sucios.
Un dÃa no vino más. Pasaron las semanas, los meses. Yo lo extrañaba y extrañaba mi libro. Nunca me lo devolvió. Seguà leyendo todas las maravillas que habÃa escrito, y se me ocurrÃan nuevas preguntas.
Más grande supe de su calvario, sus cuatro hijas muertas por la represión, y él mismo, chupado a un centro clandestino de detención. Supe del Oesterheld desaparecido y me enojé con mis compañeros de la editorial por cómo me habÃan ocultado esa información. La recriminación se fue atenuando, pero la conciencia habÃa nacido para quedarse.
Recién ahà pude dilucidar la ruta de un perseguido, un hombre que cambiaba de rutas. El guionista clandestino que dejaba regueros de barro seco sobre el piso encerado.
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